La segunda mitad del siglo XIX fue la época de la construcción de los Estados-Nación en Europa y en otras partes del mundo (América, por ejemplo). Hasta ese momento, los regionalismos prevalecían sobre el conjunto de la nación; en las aldeas, pueblos y provincias de las actuales Italia, Alemania, Francia y Gran Bretaña, se hablaban dialectos diferentes, se empleaban distintos pesos y medidas, y ni siquiera la moneda nacional era de uso generalizado.
Los gobernantes comprendieron que, para ser países con mercados internos fuertes y competitivos hacia el exterior, debían empezar por fortalecer el concepto de nación dentro de sus propios países. Es decir, lograr que el conjunto de habitantes de un territorio se encontrara unificado por una forma de gobierno y sintiera la pertenencia a ese país. El ferrocarril, la educación popular y los ejércitos, entre otras cosas, fueron los encargados de unificar el idioma, la moneda y los símbolos patrios: nacía el nacionalismo.
Estos intereses nacionales no fueron aceptados fácilmente. Este período fue particularmente conflictivo para algunos países, como Italia y Alemania, en los que se libraron guerras por la unificación nacional y otras, como la de Crimea y la franco-prusiana, que involucraron a gran parte de Europa.
La guerra de Crimea (1854-1856) se produjo por las intenciones expansionistas de la Rusia de Nicolás 1, por sus intervenciones en Polonia, Hungría, Alemania, los Balcanes y en la estratégica zona del Mar Negro. Esto provocó la reacción de Turquía, Gran Bretaña, Francia y Austria. El triunfo de estos últimos significó el fortalecimiento de Francia en el continente y el inicio de las respectivas unificaciones de Italia y Alemania (ambas naciones estaban divididas en pequeños reinos>. Por otra parte, el imperio otomano (Turquía, Armenia, Tracia, Siria), aceleré su proceso de desintegración y Rusia comenzó su repliegue militar.
Al término de la guerra de Crimea, Francia, intentó asumir el papel de árbitro europeo, interviniendo en todos los conflictos para fortalecerse como potencia continental, y obtuvo algunos éxitos. Sin embargo, la guerra contra Prusia (1870-1871) causada por el aumento de poder de este último país, provocó la caída del régimen imperial francés.
El gobierno de Napoleón III se caracterizó por ser el primero de Europa en llegar al poder gracias al sufragio universal (votaban los hombres mayores de dieciocho años). Esto resultó una consecuencia directa de las revoluciones de 1848: las pretensiones de las clases populares no habían sido satisfechas, pero los gobernantes habían comprendido que tarde o temprano deberían darles espacio político. Era una forma de evitar nuevas revoluciones, otorgando pequeñas concesiones para evitar cambios profundos. A esta política se la conoció como bonapartismo, ya que fue llevada adelante por los Bonaparte (Napoleón y Napoleón III) y aplicada como definición de movimientos políticos posteriores.
Mientras tanto, dos importantes hechos se producían en Alemania y en Italia. El primer ministro de Prusia (formada por regiones de las actuales Alemania y Polonia), Otto Von Bismarck, aplicó la política de “a sangre y fuego’. Bajo esta consigna militarista, logró que la fragmentada Alemania se unificara y se convirtiera en potencia europea. En Italia, a la fragmentación política se sumaban la presencia del Estado pontificio, gobernado por el Papa, y las diferencias económicas entre el norte parcialmente industrializado y el sur agrícola.
La guerra y la diplomacia lograron la unificación gracias al accionar, entre otros, de Camilo Cavour y de Giuseppe Garibaldi. Entre 1848 y 1875, Europa se caracterizó por las guerras, breves pero muy sangrientas, que tuvieron por objeto reordenar el mapa del viejo continente.
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